La Mano Blanca en Colombia

La CIA (Central Intelligence Agency) ha respaldado por mucho tiempo a sus aliados anticomunistas quienes, durante su relación con la CIA o después, han traficado drogas. Esto no es sorprendente. Desde los primeros años ’60, los manuales militares estadounidenses sugirieron que los agentes de la inteligencia se aliaran con “contrabandistas” y con “operadores del mercado negro” para derrotar a los insurgentes comunistas, como reportó Michael McClintock en su libro “Los instrumentos de la formación del Estado” (Instruments of Statecraft). La CIA hizo precisamente eso, por ejemplo en el Sudeste de Asia.

Después, durante la misma década, la CIA se alió con los Hmong en Laos, entre otros, quienes según el historiador Alfred W. McCoy, traficaban con opio.Note1 Otro ejemplo es Afganistán donde, en los años ochenta, la CIA apoyó a los Mujahedeen en su lucha contra la Unión Soviética. Durante los años noventa, según Tim Weiner (The New York Times), los mismos Mujahedeen llegan a controlar hasta la tercera parte del opio (materia prima de la heroína) que llega a los Estado Unidos.

En nuestros días, el ejemplo de Colombia es aún más claro. Además de sufrir tasas desenfrenadas de criminalidad común, Colombia es un país lisiado por dos campañas de órden político en marcha; una es la guerra que, desde hace tres décadas, enfrenta a los militares colombianos (respaldados por la CIA) y sus aliados paramilitares, contra los grupos guerrilleros de la izquierda, anteriormente primero pro-Moscú y luego pro-Habana. La otra campaña es la guerra contra las drogas, con un campo de batalla mucho menos claro. Todos estos grupos tienen elementos involucrados en el narcotráfico colombiano que cubre aproximadamente el 80 por ciento de la producción mundial de cocaína, la materia prima del crack.

La CIA no es la excepción en Colombia. Desde 1995, un equipo de élite antinarcóticos, dirigido -en actitud progresista- por una mujer y conformado mayormente por tecnócratas jóvenes y competentes, tuvo una participación decisiva en la captura de los siete capos del Cártel de Cali. Pero en 1991 hubo un otro equipo de la CIA que jugó un papel diferente. Más interesados en apoyar a la guerra sucia contra la insurrección que a los esfuerzos antidrogas, éste equipo ayudó a forjar y financiar una alianza secreta anticomunista de los militares colombianos y grupos paramilitares ilegales, muchos de los cuales hoy en día trafican drogas.

¿Por qué fue secreta esta alianza? Dos años antes, en 1989, luego de que una investigación del gobierno colombiano descubrió que el Cártel de Medellín (encabezado por Pablo Escobar) se había apoderado de estos mismos grupos paramilitares, Colombia los había prohibido. En aquel tiempo, Escobar y sus socios estaban resistiendo ferozmente la presión de los EE.UU. para la aprobación en Colombia de leyes de extradición que permitieran su procesamiento en los EE.UU. por cargos de narcotráfico. Así, Escobar y sus socios empezaron a controlar a los grupos paramilitares más fuertes de Colombia, para utilizarlos en una lucha terrorista contra el Estado. Estos paramilitares, con sede en el Valle de Magdalena Medio, fueron los responsables de una ola de crímenes violentos, incluyendo la destrucción por bomba del vuelo HK-180 de la aerolínea Avianca en 1989, que causó la muerte de 111 personas. Investigadores concluyeron que la bomba fue detonada por un altímetro y que los autores del atentado fueron capacitados por merce

narios israelitas, británicos y otros, encabezados por un teniente coronel de la reserva del ejército israelita, Yair Klein. Los militares colombianos habían ayudado a proteger los entrenamientosNote2 y Escobar cancelaba los honorarios de los mercenarios.

La CIA ignoró estos hechos cuando, dos años más tarde, decidió renovar en secreto la alianza entre los militares colombianos y los grupos paramilitares. Los grupos insurgentes de la izquierda permanecían relativamente fuertes, a pesar de que había finalizado la Guerra Fría y la ayuda económica del bloque de Europa Oriental. Muchos sindicatos, grupos de estudiantes, campesinos y otros, les proveían con apoyo político y hasta logístico. Los agentes de la CIA sabían que los paramilitares -civiles generalmente comandados por oficiales retirados de las Fuerzas Armadas- podían ofrecer a los militares colombianos pretextos plausibles para negar su participación en asesinatos de izquierdistas sospechosos y en otros crímenes de esa índole. En palabras de Javier Giraldo, sacerdote jesuita y fundador de la Comisión Intercongregacional por la Justicia y la Paz en Colombia: “Una enorme red de civiles armados empezó a reemplazar, por los menos en parte, a soldados y policías quienes podían ser fácilmente identificados. Est

os grupos irregulares empezaron a emplear métodos cuidadosamente diseñados para mantener en secreto sus actividades y generar confusión.” Pero ni la CIA ni ninguna otra agencia estadounidense admitió que seguía apoyando a la campaña contra-insurgente en Colombia.

En cambio, los oficiales estadounidenses afirman que, desde 1989, todo el apoyo de su país a Colombia ha sido planificado en función de la guerra a las drogas. “Hubo un debate muy grande (sobre la mejor distribución del) dinero para las operaciones anti-narcóticos en Colombia”, afirmó el coronel (retirado) de Ejército estadounidense, James S. Roach (hijo), en ese entonces el agregado militar de más alto rango y enlace de la DIA (Defense Intelligence Agency) en Bogotá; “EE.UU. estaba buscando una manera de ayudar, pero si no estás dispuesto a combatir con tropas propias, hay que buscar una salida”.

Así hicieron. Primero, un equipo interagencial (que incluyó a representantes del Grupo de Asesores Militares de la Embajada de los Estados Unidos en Bogotá; del Comando Sur en Panamá; de la DIA en Washington; y de la CIA en Langley, estado de Virginia), formuló recomendaciones para hacer una reestructuración general de las redes colombianas de inteligencia militar. Después, la CIA financió independientemente la incorporación de fuerzas paramilitares a esas redes. No le importó a la CIA que estas fuerzas paramilitares en ese momento fueran ilegales en Colombia; ni tampoco le importó que fueran explícitamente prohibidas, debido a la creciente influencia de Pablo Escobar y su Cártel de Medellín en la dirección de estos grupos.

Además del tráfico de drogas, los nefastos paramilitares colombianos han sido implicados en muchos abusos de los derechos humanos. Este hecho llevó a que, entre otros, el Departamento de Defensa norteamericano recomendara que las Fuerzas Armadas colombianas no los incorporaran en sus nuevas redes de inteligencia. “La intención fue no ser relacionados con los paramilitares”, dijo el coronel Roach, quién mantuvo contactos frecuentes con agentes de la CIA en Bogotá, quienes, según él, tenían otra estrategia. “La CIA organizó las redes clandestinas por su cuenta; tenía bastante dinero, fue más o menos como si llegara Papá Noel”. Mark Mansfield, portavoz de la CIA, se negó a brindar cualquier comentario al respecto.

Noticias de estas redes clandestinas de inteligencia salieron por primera vez a luz pública a través de Human Rights Watch, cuando ésta organización privada publicó, en noviembre de 1996, documentos de las FF.AA. (estadounidenses y colombianas), así como testimonios orales, que demuestran que ambos, el Departamento de Defensa (EE.UU.) y la CIA, persuadieron a Colombia para reorganizar por completo su sistema de inteligencia militar. En mayo de 1991, Colombia conformó 41 nuevas redes de inteligencia en todo el país; según la orden colombiana que las estableció: “con base en las recomendaciones de la comisión de asesores militares de los EE.UU.”. Más tarde, cuatro ex-integrantes colombianos de una red en el Valle de Magdalena Medio, declararon que la red tenía incorporados a grupos paramilitares ilegales, pagados tanto por el acopio de información de inteligencia como por el asesinato de personas sospechosos de ser izquierdistas.

Aunque oficiales estadounidenses sostienen que apoyan la reestructuración del sistema de inteligencia como parte de los esfuerzos antidrogas, la mencionada orden colombiana instruye a las nuevas redes a luchar solamente contra “la subversión armada” o la guerrilla izquierdista. De hecho, la mayoría de la guerrilla izquierdista colombiana -especialmente las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas)- está también involucrada con el narcotráfico. Sin embargo, un reciente estudio interagencial, encomendado por Myles Frechette, embajador de los EE.UU. en Bogotá, concluye que el papel de las guerrillas en el narcotráfico se limita principalmente a la protección de plantaciones de materia prima, y en menor grado, a las operaciones de procesamiento de droga. En cambio, de acuerdo a las autoridades de orden colombianas así como de inteligencia estadounidenses, los paramilitares derechistas (en alianza con los militares) protegen mayormente los laboratorios de droga y las rutas internas de transporte. Es más,

según un informe de las fuerzas de orden colombianas, el narcotráfico ha vuelto a ser el “eje central” de financiamiento de los paramilitares.

Asimismo, un informe de 1995 sobre el Valle de Magdalena y preparado por investigadores de la Policía Judicial colombiana, sostiene que los militares y paramilitares en esta zona permanecen aliados: “no exclusivamente para la lucha anti-subversiva, sino también para beneficiarse económicamente y abrir el paso a los narcotraficantes”. El informe nombra como paramilitar sospechoso a “el conocido narcotraficante Víctor Carranza”. Carranza, contemporáneo de Pablo Escobar, en un principio cobró fama al alcanzar la cumbre del rentable negocio de esmeraldas en las montañas de Boyaca, eliminando a la vez al númeroso frente guerrillero de esa región. Poco después, Carranza también llegó a ser un terrateniente de importancia, comprando enormes terrenos en los llanos orientales de Meta, una provincia plagada de cultivos para la droga así como de laboratorios para su procesamiento. Hoy en día, la policía colombiana identifica a Carranza como traficante de múltiples toneladas de droga, y como uno de los líderes principale

s de los abundantes grupos paramilitares colombianos, como por ejemplo, en Meta, el infame Serpiente Negra. Organizaciones de derechos humanos han acusado a Carranza de ser el autor intelectual de tanto asesinatos como masacres.

No existen evidencias de que Carranza haya sido, en algún momento, un informante o colaborador de la CIA pero tiene credenciales anticomunistas impecables y mantiene contactos frecuentes con los militares. Testigos militares han dado cuenta de una reunión con oficiales en su hotel “Los Llanos” en Villavicencio (Meta). También los oficiales estadounidenses saben mucho de él: “Carranza aparece a menudo en los informes de inteligencia”, según un experto. Don Víctor, como lo conocen sus hombres, es un líder chapado a la antigua. Continúa frecuentando sus minas de esmeraldas para disfrutar la primacia en la selección de las piedras más grandes y de las mejores vetas descubiertas.

Carranza es un hombre intocable. En 1995, uno de sus supuestos lugartenientes, Arnulfo (Rasguño) Castillo Agudelo, fue detenido, a consecuencia de la exhumación (en 1989) de aproximadamente cuarenta cadáveres en una de las haciendas de Carranza en Meta. Rasguño se negó a ser entrevistado en la prisión Modelo de Bogotá. Tampoco Carranza, quien normalmente evita la publicidad, quiso dar comentarios.

En años recientes, Carranza ha ampliado sus operaciones en Colombia central a través del Valle de Magdalena. El mencionado informe policial señala que: “Carranza está planeando adquirir Hacienda Bella Cruz (allá) para usarla como una base para sus actividades, (y) traer a 200 soldados paramilitares de Meta”. Testigos sostienen que ahora el lugar está sumamente concurrido por hombres armados, quienes han desterrado a centenares de campesinos del lugar. Según Jamie Prieto Amaya, obispo católico de la región, Carranza y otros sospechosos de narcotráfico han comprado cerca de 45.000 acres (18 mil hectáreas) de terreno a través del Valle de Magdalena.Note3

Otro personaje paramilitar sospechoso es Henry Loaiza (El Alacrán), detenido en 1995 con ayuda de la CIA bajo sospecho de ser uno de los siete capos del Cártel de Cali. Como Carranza, el Alacrán se encuentra implicado en varias masacres de civiles y supuestos izquierdistas, llevadas a cabo conjuntamente por fuerzas militares y paramilitares. Entre ellas está la masacre de Trujillo cerca de la ciudad de Cali, que se caracterizó por el uso de motosierras.

La policía colombiana identificó a otros (ex-)oficiales militares como sospechosos de narcotráfico, como es el caso del Mayor Jorge Alberto Lázaro, acusado de ordenar a los paramilitares en el Valle de Magdalena en la ejecución de masacres. Hoy día este valle, que se extiende por una distancia de 400 millas hacia los puertos caribeños en el norte, es uno de los corredores principales para el tráfico de drogas procesadas y de precursores químicos.

Más de un año después de la caída del muro de Berlín, La CIA ayudó a posibilitar una colaboración oscura entre los militares y los paramilitares colombianos. De este modo, la CIA ha facilitado crímenes, en el ámbito de los derechos humanos y del narcotráfico. Si ésta clase de comportamiento fue reprensible durante la Guerra Fría, ahora es completamente indefendible.

(Texto original en inglés, traducción: Kathy Ledebur.)

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Notas

Note1 MCCOY, Alfred W. “The Politics of Heroin: The CIA Complicity in the Global Drug Trade”, Laurence Hill Books, Chicago, Illinois, 1991.

Note2 Se estableció que los militares colombianos habían mantenido contacto por radio con la base de entrenamiento de los paramilitares.

Note3 Prieto Amaya fue citado en la revista Cambio-16 de Bogotá.

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Frank Smyth: Periodista independiente de nacionalidad estadounidense. Ha publicado sobre narcotráfico y políticas antidrogas en ‘The Village Voice’, ‘The Washington Post’, ‘The Wall Street Journal’ (Estados Unidos) y otros.

Colombia’s Blowback

EDITOR’S NOTE: The article below by investigative journalist Frank Smyth was published last Fall by the Transnational Institute (Amsterdam) and Accion Andina (Cochabomba, Bolivia) as a chapter titled, “La Mano Blanca en Colombia,” in the book, Crimen Uniformado [Crime in Uniform]: entre la corrupcion y la impunidad (1997). It appears in Antifa Info-Bulletin with the author’s permission.

The CIA has long backed anti-communist allies who, either during their relationship with the agency or later, ran drugs. This comes as no surprise. As early as 1960, U.S. military manuals encouraged intelligence operatives to ally themselves with “smugglers” and “black market operators to defeat communist insurgents, as reported by Michael McClintock in his seminal book Instruments of Statecraft. In fact, the CIA did just that. Take Southeast Asia. Later in that same decade the agency allied itself with, among others, the Hmong in Laos, who, according to historian Alfred W. McCoy in his book, The Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade, were trafficking opium. Or Afghanistan. There in the 1980s the CIA backed the Mujahedeen against the Soviet Union. In the 1990s, according to Tim Weiner of The New York Times, the same Mujahedeen have controlled up to one third of the opium (used to make heroin) reaching the United States.

Colombia is an even better example today.

In addition to suffering from rampant common crime, Colombia is a country crippled by two ongoing political campaigns. One is a three-decade war pitching the CIA-backed Colombian military and allied rightist paramilitaries against formerly pro-Moscow and pro-Havana, leftist guerrilla groups. The other campaign is the drug war, where the battle lines are far less clear. Elements of all these sides are involved in Colombia’s drug trade, which includes the processing of about 80 percent of the world’s cocaine, the base substance of crack.

The CIA is no exception. Since 1995, an elite CIA counter-drug team commanded by, progressively enough, a woman, and staffed mainly by young, competent technocrats, has been instrumental in apprehending all top seven leaders of Colombia’s Cali cartel. But back in 1991, another CIA team played a different role. More interested in supporting Colombia’s dirty counter-insurgency than its counter-drug efforts, this team helped forge and finance a secret anti-communist alliance between the Colombian military and illegal paramilitary groups, many of whom are running drugs today.

Why was this alliance made secret? Colombia had outlawed all such paramilitary groups two years before in 1989. Why did Colombia do that? A Colombian government investigation had found that these same paramilitaries had been taken over by the Medellin drug cartel led by the late Pablo Escobar. At the time, Escobar and his associates were fiercely resisting U.S.-backed pressure for Colombia to pass extradition laws intended to make them stand trial in the United States on drug trafficking charges. So they took control of Colombia’s strongest paramilitaries, using them to wage a terrorist campaign against the state. These same paramilitaries, based in the Middle Magdalena valley, were behind a wave of violent crimes, including the 1989 bombing of Avianca flight HK-1803, which killed 111 passengers. Investigators concluded that the bomb was detonated by an altimeter, and that the perpetrators had been trained in such techniques by Israeli, British and other mercenaries led by an Israeli Reserved Army Lieutenant Colonel, Yair Klein. The Colombian military had helped protect this training, to the point of even being in radio contact with the paramilitaries’ training base, while Escobar had paid the mercenaries’ fees.

The CIA, however, ignored these facts when it decided two years later to help renew — in secret — the alliance between the Colombian military and paramilitary groups. By then, even though the cold war was over and Eastern bloc aid had long since dried up, Colombia’s leftist insurgents were still relatively strong. And many trade union, student and peasant groups, among others, provided them with political and sometimes even logistical forms of support. CIA officers knew that paramilitaries — civilians usually led by retired military officers — could provide the Colombian military with plausible deniability for assassinations of suspected leftists and similar crimes. “A vast network of armed civilians began to replace, at least in part, soldiers and policemen who could be easily identified,” writes Javier Giraldo, a Jesuit priest and founder of Colombia’s Inter-Congregational Commission for Justice and Peace. “They also started to employ methods that had been carefully designed to ensure secrecy and generate confusion.”

But neither the CIA nor any other U.S. agency admitted that it was still backing Colombia’s counter-insurgency campaign. Instead U.S. officials claim that all U.S. support to Colombia, since 1989, has been designed to further the drug war. “There was a very big debate going on [about how to best allocate] money for counter-narcotics operations in Colombia,” said retired U.S. Army Colonel James S. Roach, Jr., who was then the top U.S. military attaché in Bogota as well as the Pentagon’s ranking Defense Intelligence Agency (DIA) liaison there. “The U.S. was looking for a way to try to help. But if you’re not going to be combatants [yourselves], you have to find something to do.”

Do, they did. First an inter-agency team including representatives of the U.S. embassy’s Military Advisory Group in Bogota, the U.S. Southern Command in Panama, the DIA in Washington and the CIA in Langley made recommendations to completely overhaul Colombia’s military intelligence networks. Then The CIA independently provided funds to incorporate paramilitary forces into them. It didn’t matter that these paramilitary forces were illegal in Colombia at the time. Nor did it matter that they had been outlawed explicitly over the growing influence of the late Pablo Escobar and his Medellin drug cartel in directing them.

In addition to drug trafficking, Colombia’s nefarious paramilitaries had already been implicated in widespread human rights abuses. This led the Defense Department, for one, to discourage the Colombian military from incorporating them into these new intelligence networks. “The intent was not to be associated with paramilitaries,” said Colonel Roach, who was also in regular contact with CIA officers in Bogota. He says they had another approach. “The CIA set up clandestine nets of their own. They had a lot of money. It was kind of like Santa Claus had arrived.” CIA spokesman Mike Mansfield declined to comment.

News of these clandestine intelligence networks was first brought to light by Human Rights Watch, in November 1996 released U.S. and Colombian military documents, as well as oral testimony, to show that both the Defense Department and the CIA, in late 1990, encouraged Colombia to reorganize its entire military intelligence system. In May 1991, Colombia formed 41 new intelligence networks nationwide “based on the recommendations made by the commission of U.S. military advisors,” according to the original Colombian order which established them. Later, four former Colombian operatives from one of network in central
Colombia’s Magdalena valley testified that it incorporated illegal paramilitary groups, paying them to both gather intelligence and assassinate suspected leftists. Though U.S. officials still maintain that they supported this intelligence reorganization as part of their drug war efforts, the same Colombian order quoted above instructs these new intelligence networks to fight only “the armed subversion” or leftist guerrillas.

Indeed most of Colombia’s leftist guerrillas, especially among the formerly pro-Moscow FARC, are also involved with drugs. But a U.S. interagency study recently ordered by the Clinton administration’s former ambassador in Bogota, Myles Frechette, found the guerrillas’ role to be limited to mostly protecting drug crops, and, to a lesser degree, processing operations. Meanwhile, rightist paramilitaries allied with the military protect far more drug laboratories and internal transit routes, according to both U.S. intelligence and Colombian law enforcement authorities. In fact, according to one Colombian law enforcement report, drug trafficking today is — again — the paramilitaries’ “central axis” of funding.

Similarly, according to another report from a different law enforcement entity, this one about the Magdalena valley in 1995 by top detectives from Colombia’s Judicial and Investigative Police, the military and paramilitaries there are allied “not only for the anti-subversive struggle, but also to profit and open the way for drug traffickers.” One paramilitary suspect it names is “the well-known narco-trafficker Victor Carranza.” A contemporary of Medellin’s Escobar, Carranza first established himself by rising to the top of Colombia’s lucrative emerald trade among the Boyaca Mountains, and by wiping out a large guerrilla front there at the same time. Soon Carranza also became a major landowner, buying large swaths of it in the eastern plains of Meta, a province choked with drug crops as well as laboratories. Today Colombian police identify Carranza as both a multi-ton level drug trafficker, and one of the key leaders of Colombia’s many illegal paramilitary groups like, in Meta, the infamous “Black Snake.” Human rights groups have accused Carranza of engineering assassinations as well as massacres.

There is no evidence that Carranza has ever been either a CIA asset or informant. But his anti-communist credentials are unquestionable. And he runs frequently in military crowds. Military eyewitnesses say that military officers in Villavicencio, Meta have even met him inside the Los Llanos hotel, which he owns. U.S. officials too know a lot about him. “Carranza comes up constantly in intelligence reporting,” one such expert says. An old-fashioned gangster, “Don Victor,” as he is respectfully called by his men, still frequents the emerald mines and likes to be the first to pick out the largest stones from the best veins uncovered. Yet, Carranza remains untouchable, even though one of his purported lieutenants, Arnulfo Castillo Agudelo, also known as “Scratch,” was arrested in 1995 implicated Carranza in circumstances involving over 40 corpses which had been exhumed — six years before — on one of Carranza’s Meta ranches. “Scratch” declined to be interviewed in Modelo prison in Bogota. Carranza, who avoids publicity, was also unavailable for comment.

In recent years, Carranza has been expanding his operations in central Colombia throughout the Magdalena valley. The above police report notes: “Carranza is planning to acquire Hacienda Bella Cruz [there] to use as a base for his activities, [and] bring in 200 paramilitary operatives from Meta.” Witnesses say that it is now teeming with armed men, who have displaced hundreds of local peasants. In total, Carranza and other drug suspects have bought about 45,000 acres of land throughout the Magdalena valley, according to Jamie Prieto Amaya, the Catholic bishop there, quoted in the Bogota newsweekly, Cambio 16.

Still another suspect is Henry Loaiza, also known as “The Scorpion.” Demonstrating the importance of paramilitaries to the overall drug trade, he was one of the top seven Cali cartel suspects arrested with CIA help since 1995. Like Carranza, “The Scorpion” is also implicated in several specific civilian massacres of suspected leftists carried out jointly by military and paramilitary forces, including the 1989 Trujillo massacres (involving chainsaws) near Cali. Other drug suspects identified by the Colombian police include military officers like Major Jorge Alberto Lazaro, a former Army commander also accused of ordering paramilitaries to commit massacres in the Magdalena valley. Today this same central Colombian valley, which runs about 400 miles north toward Caribbean ports, is a major corridor for both processed drugs and precursor chemicals.

The CIA helped enable Colombia’s military and paramilitaries to collaborate in the dark — more than a year after the Berlin Wall fell. By doing so, the CIA has facilitated crimes involving both human rights and drug trafficking. Such behavior was reprehensible during the cold war. It is completely indefensible now.

Frank Smyth is a freelance journalist who has written about drug trafficking in The Village Voice, The New Republic, The Washington Post and The Wall Street Journal. He is co-author with Winifred Tate of “Colombia’s Gringo Invasion,” Covert Action Quarterly, Number 60, Spring 1997. The article above was reprinted in Colombia Bulletin: A Human Rights Quarterly.